Primer capítulo de “Una tumba en Jerusalén” de José Javier Abasolo

MADRID, JULIO DE 1973

Lo primero, y prácticamente lo único, que siente el ujier de Presidencia del Gobierno que acaba de decirle al visitante que Su Excelencia le ruega que pase cuanto antes a su despacho, es alivio. No es que haya tenido mucho trato con él, a pesar de ser una visita frecuente, pero prefiere ignorarlo, no saber nada más de él. En realidad, no le ha hecho nunca ningún mal, incluso en las ocasiones en las que han coincidido, siempre se ha comportado con exquisita educación, pero algo le dice que cuanto menos sepa de él, cuanto menos trato tenga con él, mucho mejor. Además, ya le quedan pocos meses para su jubilación. Acaba de arreglar la casa de sus difuntos padres, en un pueblecito de Soria, y solo desea pasar allí sus últimos días, en paz y tranquilidad, alejado de la vorágine de la capital, y olvidarse de que una vez combatió, reclutado a la fuerza, en una guerra. Afortunadamente, lo hizo en el bando que resultó ganador y, gracias a ello, se labró una pequeña carrera como funcionario que le ha permitido, hasta ahora, vivir desahogadamente. Aunque hasta eso le gustaría olvidar. Ojalá hubiera sido un modesto mecánico en un taller de chapa y pintura o tornero en alguna fábrica. La gente piensa que estar cerca del poder es un chollo, pero cuando quien está cerca del poder es un humilde conserje, esa cercanía puede ser más un peligro que una bicoca.

De nada de eso se ha enterado el hombre que acaba de originar esos pensamientos por parte del ujier y, de haberlos conocido, tampoco le habrían importado en exceso. Como mucho, habría sonreído al percatarse de que, sin siquiera hacer ningún esfuerzo, seguía produciendo temor en quienes le conocían. Como hacía treinta años, como había ocurrido durante toda su vida. (Irakurri +)

Una barra de hierro en la maquinaria

Cuando se habla de novela negra, que parece estar nuevamente de moda en estos días, es inevitable pensar en Dashiell Hammett, uno de sus creadores en la década de los 30 del siglo pasado. Autor de tan sólo cinco novelas y poco más de sesenta relatos Hammett inició, prácticamente sin pretenderlo, un género que a lo largo de casi un siglo ha demostrado su vitalidad adaptándose a las diferentes épocas y sociedades por las que ha transitado. Quizás porque se trata de un género que habla, al igual que la literatura en general, de todo aquello que mueve a los seres humanos, sus pasiones, su codicia, sus ansias de poder, de sexo, de dinero, sólo que llevadas al extremo de que alguien cree que merece la pena matar, o arriesgarse a morir, para conseguirlas.

Hammett lo sabía perfectamente, de ahí la maestría y contundencia de sus novelas y relatos. Y no porque fuera un diletante de las letras, sino porque había transitado por aquellos aspectos más sórdidos de la sociedad que se atrevió a describir. Y es que aunque sus detectives fueran personajes de ficción, unos sólidos y bien construidos personajes de ficción, él lo fue en la realidad, en la que trabajó para la más famosa agencia de detectives norteamericana, la Pinkerton. Y no sólo combatiendo a endurecidos criminales sino, sobre todo, persiguiendo a sindicalistas y rompiendo huelgas. De ahí en gran parte su hastío profesional y su decisión de plasmar literariamente lo que había vivido. (Irakurri +)